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ANTONIO CORREA LOSADA. Nació el 21 de septiembre de 1950 en Pitalito, departamento del Huila, Colombia. Estudió Sociología y Educación en Bogotá y Quito (1974-1978), Gestión Editorial en México (1981) y en Bogotá (1984), y Gestión Cultural en Madrid invitado por el Gobierno Español en 1995. Se ha desempeñado como editor y gestor cultural en Ecuador, México y Colombia. Es impulsor y colaborador cercano de la revista VericuetosChemins Scabreux, edición bilingüe españolfrancés, y de la revista Común Presencia, ambas editadas en Bogotá.Ha publicado tres libros de poesía: Desolación de la lluvia, Húmedo umbral y El vuelo del cormorán. Sus poemas están incluidos en varias antologías latinoamericanas y españolas. El relato que publicamos, El hombre de las agujas, da título a su libro inédito de cuentos.
El hombre de las agujas ANTONIO CORREA LOSADA Para Nury Correa
Del brocado de canto en la pared cuelgan rayos de luz que se regresan. Allí en el intersticio un pequeño punto brilla, de la grieta una luz en riel que se desboca. Este mi firmamento, mi planetario en la casa de cal cuando mi madre clavaba agujas en la sala, en el corredor, en el dormitorio, en la pieza de la máquina de coser, en el borde de los cuadros y almanaques y en esa infinidad de almohadillas de colores brotando como lanzas en ristre y el cabezote de la máquina de pedal erizo de mar útil y defensivo. Demetrio, pásame las agujas y yo volaba a colgarme de mi firmamento y desprendido le entregaba un borrotico duro. Esto nació conmigo; los pañales como cota de guerrero, el dulce abrigo iluminado de estrellas, ganchos, imperdibles hilos de plata. Al tiempo, mis tiempos de fiereza validaban la utilidad de mi ejercicio. Extendía mis manos lechosas como el paño de las agujas y las plantaba en la yema de los dedos y sin gota de sangre un campo de trigo florecía en la subpiel, y le enseñé el juego a Toya, la vecina. Yo, adelantado conocedor del truco de las agujas, con desprecio miraba esa cabeza traída desde Roma en una gruesa campana de vidrio que el padre Caquimbo en procesión la levitaba sobre las espaldas de cuatro hombres vestidos de negro, lacios de pelo, y camisa blanca desabotonada paseándola por la calle real, entre el aplastamiento del cascajo de la carretera amarilla. Fue cuando mi madre emocionada me explicó intuyendo mis dotes e martirio la cabeza coronada de espinas del Señor pero yo furioso en mis adentros, ofendido en mirarle esa cara de dolor, sabiendo que las que me ponía en mis manos nunca me dolieron.
Me
desligué un tiempo de ellas, por así decirlo. No las
manipulaba, ni imitaba al sastre Alberto el llevarlas en
la solapa y contrasolapa del saco azul del uniforme como
condecorado. También desaparecieron de entre los
libros, solamente en casa, cuando mamá urgía alguna
¡Demetrio, ¿dónde están las agujas?! Yo le
entregaba una.
Fue
un tiempo largo y muy difícil de entender, aún así me
entraba un sobresalto con los libros de zoología cuando
me preguntaba con qué equilibrio el puerco espín corre
con lanas en la espalda, pero no más; realmente eran
tiempos sombríos, el cielo encapotado por millares de
ruidos disparados, a las seis de la tarde era el encierro
y en largas horas de sueño mi familia orando ante
imágenes de cromo sostenidas por alfileres que yo
había sabido disponer con gusto, junto a otras que
adorné de vírgenes coronadas de espinas. Luego, unos
tropeles que me despertaban, tejas rotas, las puertas que
crujían, aldabas en azote y mi padre paseándose y mi
madre con esos ojos azorados, protegiéndonos: la
familia que reza unida permanece unida y luego
estallidos; voladores de castillo de pólvora, miles de
puntos de color para firmamento.
No
volvimos al colegio, ni a repetir con Toya el juego de
formar palabras y dibujos con agujas, ni volví a verla
feliz agitando el aire con dos largos y luminosos palitos
de meta hasta acercarse a mí corriendo y acezante, me
decía ¡Demetrio, para hacer manteles! Y yo bajaba de
sus ojos quietos azabaches y los tomaba de sus manos. Un
día escuché unos gritos enormes que me paralizaron en
el centro del jardín de cartuchos cuando iba hacia el
pozo para mirarme y quebrar la imagen al lanzar piedras
como ramas cayendo en el fondo del agua. Es Toya, estoy
seguro y el ruido llorante se imponía violento y
desgarrado sobre el rumor de voces. Desde entonces
pasaron muchos días, días en blanco en que viajaba a
pozo, sólo pensando en Toya para quebrarme el rostro con
las piedras. Un día, justamente en el centro del jardín
de cartuchos, Toya llamándome, volteo a mirar y filtrada
como aguja apareció debajo de la cerca. Corrí para
hacer puerta la alambrada y nuevamente Toya al frente,
feliz, con sus ojos quietos y azabaches y el pelo de
melcocha recogido; le grité ¡tú eras la que llorabas,
Toya! Y ella me dijo, sí, y giraba su cabeza hasta que
le vi el lóbulo de la oreja izquierda y el lóbulo de la
derecha, rojos y amoratados, amarrados con un hilo de
lana púrpura y yo espantado mirándole esos dos punticos
que Toya nunca tuvo y desde ese día siempre le
florecieron las orejas
Y
en la casa con mucho movimiento, que Don Luis Ignacio
dénos una posadita, y los campesinos de la vereda de
San Adolfo, la Amalia, los hermanos Barú, Don
Pantaleón, los hermanos Guerra se cambiaban la ropa en
el gallinero, se lavaban los pies, que ya regresamos,
venimos por algunas medicinas, Aniceto está enfermo, y
así cosas que yo no entendía porque mi interés estaba
en ayudarles a desensillar los caballos para montar la
alfombra de agujas sudorosas de esas bestias con alas que
son para mí los alazanes, y se iban al anochecer con
unos paquetes largos que mi padre sacaba de cajas de
madera amarilla y los envoltorios alumbraban cuando se
descobijaban del costal al ponerlos bajo la faltriquera
de los animales. Nunca el radio se prendió, ni la
manecilla roja señalaba la música, ni la antena
brillante ondeaba aérea sobre la mesita en la carpeta
redonda que mi hermana mayor entrecruzaba con agujas de
crochet; pero yo sí vi a papá con un revólver debajo
de la camisa. Más inexplicable se volvió mi mundo,
cuando Miguelito Hernández llegó en una camilla de
guaduas, toldo cosido en sábanas blancas en que manos
maestras en aguja capotera habían logrado asegurar la
piola en las uniones. Y él, con los ojos quietos y un
espumaraje le salía de la boca y todos los de la vereda,
todos no; los conocidos llorosos y embarrados con
paquetes de velas debajo de los brazos. Me dio rabia, no
entendía por qué Miguelito estaba quieto. Y me fui al
zaguán y desclavé mis flechas y corriendo entré al
cuarto donde papá tenía sus cajas y papeles y para
contentarme tomé unos libros y me puse a hojearlos
para encontrar dibujos, y encontré algunos con
fotografías de hombres y mujeres desnudos que
aparecían como Miguelito. Y los libros quedaron como
un abanico que se abre, pues a las mujeres se las
enterraba entre las piernas, a los hombres se las clavaba
en los ojos y a los niños en las manos.
Eso hace mucho tiempo, es por memoria que cuento lo que no olvido y nunca volví a trajinarlas hasta que me escapé a la ciudad y trabajé en un circo. Un grupo de espectáculos que tenía una carpa donde fui ayudante de un indio Vaupés que se traspasaba la lengua, los pómulos, los lóbulos de las orejas y los brazos con enormes agujas, ante un público expectante que se contraía de placer. Para mí era grandioso ver a Wachirá piel de danta en Vaupés, como se iba floreciendo como un cactus. Al finalizar el espectáculo yo salía hacia su tienda, con la caja de bisagras donde llevaba sus punzones y miraba en la pared ondulada de su carpa, fotografías pequeñas, fotografías grandes, postales de mujeres en grupo, estampas de mujeres solas, dibujos a color, en blanco y negro, mujeres a medio cuerpo, cuerpo entero, mujeres en el suelo, en los periódicos, en el colchón revistas con mujeres, todas; todas con dos perlas en el cuerpo; una perla en la frente y otra perla como broche en el cierre de los senos. Me detuve a contemplar las imágenes amarillas o limpias, oscuras, bellas y deformes y las perlas en la frente y al lado del corazón eran agujas clavadas en las fotografías. Wachirá regresaba, me encontraba envidioso mirando a sus mujeres señaladas por esos rayos de luz y me decía: ¿querés una mujer?, En la fotografía clávale una aguja en la cabeza, otra en el corazón al lado izquierdo y ella estará contigo. Y salía riéndose sin importarle y supe que era cierto. Al final de su acto, gustaba de acercarse por detrás con las palmas de las manos extendidas y les rozaba las nalgas a las mujeres más jóvenes del público y se quedaba mirando de frente el cuerpo de las niñas, con ojos tan brillantes que parecían llorar. Y vi esas mujeres en vivo, sin agujas, bufando en el colchón que él tiraba en la grama de su carpa. Y me dejó el secreto. Un día me levantó con sus dos manazas por el aire y manteniéndome en vilo dijo como quien da un regalo: serás el hombre de las agujas; y desde ese día me entregó una caja de pomada blanca y me hizo embadurnar los músculos y eran millares de hormigas o púas durmiéndome los brazos y él decía ya; y yo espantado, esperando que la sangre corriera como volcán en erupción. Pero nada. Entonces Wachirá sacudiendo su negra y untosa cabellera decía, hay que matar el miedo, ¿cierto Demetrio? Y yo asentía con estos ojos de buey cegado que conservo, sin saber, sin entender, lleno de felicidad de ser como él decía, ¡serás el hombre de las agujas!, hasta que un día aparecí con un alambre en la lengua que me impedía hablar, luego con otro que me enjibaba la mejilla verticalmente y dos en los brazos como cualquier coleóptero. Fui la atracción y la promesa más joven dentro del circo. Recorrí el viejo Caldas, el Tolima Grande, el Tapón del Darién y en Ovejas un pueblito de Sucre un ferrocarrilero jubilado, compadecido y febril, me llamó afuera y me ofreció trabajo.
Cansado
del circo, la andadera, pero triste por dejar las filudas
que envolví en papel periódico y guardé en la caja de
madera con bisagras; me vine a trabajar en los
Ferrocarriles Nacionales.
Mi
vida solitaria en la caseta con el lamento de los trenes
pidiéndome permiso; al frente del mapa de rutas, de las
vías que se cruzan, de los dobles caminos, de pasos de
emergencia y cientos de agujas con banderitas rojas, azul
amarillas ubicando los trenes, los horarios; con levantar
la barra de control revive mi rutina.
Un
día mirando los rieles, me punzan el cerebro la mirada
de las viajeras solitarias y la de los ancianos; recordé
a Wachirá. Fue así como invadí mi pieza como carpa
tapizada de figuras alegres: recortaba dibujos y
fotografías de revistas y periódicos que duré
comprando mucho tiempo; e iluminé sus formas. Clavaba y
desclavaba agujas de las fotografías antiguas
desteñidas a las fotografías grandes y claras, las
extendía por el suelo, colgaba en la pared, en el
armario y a los lados del espejo.
Un
tiempo largo, hasta que el tren de ruta de emergencia
venía frenándose para pasar sigiloso a la caseta, se
corrió la compuerta de la puerta y una mujer, pelo
de melcocha, perla en la frente, una piedra de ágata en
el pecho y dos maletas de mimbre con sus cosas,
entró: Soy Toya, dijo; y se quedó viviendo.
Mi
vida corre rápido con la alegría de Toya. Diestra en
tejidos ha adornado la casa con todas esas delicadezas de
la lencería y recibí una carta. Extraño, nadie me
escribe. Era el guardia de la zona 22 diciéndome que su
hijo había muerto en el Ancón y que el tren que lo trae
no pasa por su zona. Que por favor lo viera y le contara,
pues en el sindicato nada saben de él y por mi zona
pasaba en ese viernes. El tren llegó a control.
Inicié por la caja de máquinas y entré al último
vagón; dos policías dormidos y al centro una caja de
muerto hecha a patadas. Desclavé la caja y vi a un
hombre joven con dos membranas moradas en el rostro,
mucha espuma petrificada en la boca destrampada, desnudo,
sobre la parte viril y entre sus masas de descanso,
miles de puntos rojos coagulados. Son agujas, dije y
recordé la atmósfera irrespirable del sueño cuando
Toya dormida repetía ¡tortura! y desde ese día
prohibí de mi vida las agujas.
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