Autor de "Papeles para iniciar el fuego" poesía 1993, "Temeré por mí al final de estas líneas" prosa poética 1995, y "Con la luz que me queda basta" cuentos 1996. Junieles nos dice: "Provengo de una familia de pueblo que como muchas se trasplantaron a una ciudad buscando mejores vidas, o por lo menos, muertes más ordenadas. Creo que mi abuelo fue decisivo en mí, me influenció mucho su verbo, su actitud para contar historias. Como estaba ciego le leía las cosas que le interesaban: almanaques Bristol, libros homeopáticos, y El Espectador. Su mano temblaba tanto que desde los seis años tuve que aprender a encenderle los tabacos". J.J. Junieles ha obtenido el Premio Metropolitano de Cuento de Universidad Metropolitana, de Barranquilla, y el Premio Nacional de Cuento Universidad Externado, Bogotá 1995. Ha sido antologado en "Dos veces bueno" Antología del Cuento Breve Latinoamericano. Buenos Aires, Argentina 1997; en "Oscuro es el canto de la lluvia" Antología de Nueva Poesía Colombiana, Alianza Colombo Francesa-Bogotá, 1997; y en "Bordes de Babel" antología de diez años del Premio de Poesía de la Universidad de Cartagena, 2001. Ha participado en los talleres de periodismo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, ha sido docente de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, y asesor del Instituto Distrital de Cultura de Cartagena. Investigador de la Corporación Luis Eduardo Nieto Arteta de Barranquilla, con "Historia de la literatura del Caribe colombiano: siglo XX", y "Derechos de las minorías étnicas en la Constitución Política de Colombia de 1991", para la Universidad de Cartagena. El escritor Héctor Rojas Herazo comenta: " Después de la visita a sus dos libros: " Temeré por mí al final de estas líneas" y "Con la luz que me queda basta" he vuelto a regresar, como también le ocurrió a usted, a ese lugar de donde nunca me he ido. Sus dos libros, de ardida y entrañable poesía, conforman el documento de alguien que muerde (y hace sangrar) la carnadura de la memoria, paladeando la angustia de sus propios deseos. Es el hombre solo -solo de verdad, como esencialmente se encuentra cada ser vivo- embistiéndose a sí mismo. El que ya se ha acostumbrado a oír sus furores sin inmutarse. El que sabe que siempre habrá un viento ( a veces un murmullo, a veces una terrible voz) atravesando sus entrañas... En alguna forma, dura y profunda, lo que usted ha realizado nos sirve a todos sus lectores de compañía y nos obliga a aferrarnos más y más -y en alguna forma a tratar de descifrarla- a nuestra atroz y zarandeada inocencia." En los patios de América
Hay ciertas cosas ocultas que nos atan a algunos sitios y uno de esos sitios, en mi caso, es el patio. Ese es el lugar de la escena, y el tiempo, el de mi niñez. Vivo en una casa donde también viven dos tías; las dos no se casaron porque al despuntar su juventud, su madre, mi abuela, encegueció. Se quedaron solteras para acompañar a la ciega y servirles de lazarillas a través de la vasta casa de madera que la ciega nunca fue capaz de dominar totalmente, más por retener a las tías que por su real incapacidad de hacerlo. La casa tenía una atmósfera densa llena de secretitos y viejos resentimientos, costaba creer que allí todos estábamos unidos por la sangre y el techo. Desde que puedo recordar a la tías, las veo sentadas en mecedoras de mimbre en el patio oscurecido y lleno de grillos después del día y sus oficios. Las dos eran un instrumento en manos de la ciega. El abuelo tampoco se llevaba bien con ella, medio siglo de heridas mutuas los dividieron. En realidad la abuela tenía problemas con todo el que se acercara a tres metros de su presencia. Yo caminaba de puntillas cuando no podía evitar pasar cerca de ella. No debí culparla, hoy día creo que sus limitaciones debieron llevarla a ese extremo, pero pienso que mi abuelo también murió casi ciego después de muchos años y nunca dejó de ser un buen hombre con todos los aciertos y yerros que eso significa. El era para mí cómplice propicio en aquella casa adversa donde pasé la infancia. Quizá ahora todo esté hendido por la distancia y los años, y el niño que fui se halla extraviado en un mundo raudo de autos y edificios. Sus ojos, ayer encandilados de sol, se posan hoy mansamente en los avisos de neón. El olor de las almendras se hizo humo y perfumes baratos en moteles de mala vida y muerte. Ahora esa abuela es como un personaje de cuento que al final se arrepiente víctima del dolor y de la cabrona muerte, pero sé que fue duro aunque me engañe y sé que para el abuelo fue más terrible aún porque era viejo y ya no tenía oportunidad de olvidar las zancadillas de la vida. Al final el licor nos ayudó mucho. Todas las noches las terminaba sumergido en su último trago de ron. Mientras él dormía yo aprovechaba y me echaba unos sorbos, suficientes para ya no tener pesadillas con una abuela persiguiéndome montada en una vieja escoba lanzando frases hirientes. En aquel entonces para ambos los insultos eran muy largos y las botellas demasiado cortas. Muchas noches dormí en la habitación del abuelo, de día, cuando no iba a nadar a un estanque en las afueras del pueblo, solía estar con él en el patio inmenso; en uno de sus extremos había un alambique que aún producía licor para emborrachar medio pueblo, aunque se necesitaba más que eso para tumbar al abuelo y a su amigo Nazario. Eran dos tipos duros para el ron que hablaban poco. "Hemos sobrevivido a muchas botellas, Santiago, pero al final una nos sacará el alma. Es igual con las mujeres. Te digo algo, muchacho, mujeres y botellas son vainas de cuidado. Hay que mantenerlos cerca pero nunca confiarse", solían decirme. Nazario tenía un viejo Ford azul, viejo como todo lo de aquel tiempo. Parecía como si hubiese nacido tarde. Todo lo que me rodeaba era viejo y desteñido, sólo yo era joven, aunque no del todo, porque aquel mundo me hacía sentir su peso, hora tras hora, como un animal acechándome en las sombras de las manecillas. La enfermedad del tiempo ya se había metido en mis venas oyendo hablar al abuelo. Sus palabras eran la punta del iceberg, un monstruo de hielo asomándose desde un ayer interminable, donde él era árbol entre árboles, un ser fuerte y definitivo que yo conocía ya vencido, pero auténtico y noble. Había un mundo reducido en el patio. No había otro lugar mejor para aprender, lleno de cosas maravillosas . Montado en los árboles podía ver a lo lejos las colinas azules, quería sentir la hierba de esos lugares donde nadie había estado. Yo perseguía libélulas seguido por la mirada de las tías, ellas murmuraban sobre mí. A veces podía escuchar como me llamaban muchacho raro, pequeño diablo. El abuelo era el único que ponía a la abuela en su sitio, pero cada vez estaba más viejo y ella parecía eternizarse como una roca dispuesta atravesada en el camino. En una botella roja yo encerraba los insectos capturados, luego la tapaba y observaba sus últimos movimientos, mientras, el sol se abría paso entre las ramas más altas y uno de sus rayos caía justo sobre la botella y sacaba astillas rojas como la sangre de un guerrero hecho de luz. Los insectos zumbaban enloquecidos sin entender los límites, gastando el poco oxígeno en bruscas peleas inútiles hasta que la vida se iba haciendo delgada como un cabello y los zumbidos se hacía lejanos como el eco de un trueno. Los insectos caían en el fondo y se amontonaban como piedras hasta formar una pequeña montaña quieta y oscura como la sombra de mi abuela fisgoneando, preguntando qué hacía yo tanto tiempo entre los matorrales, gritándome desde allí, desde lo oscuro de su habitación. Una tarde puse en marcha el plan que venía trazando: Mientras Nazario estaba inspeccionando el alambique yo me introduje en el viejo Ford y me oculté en el asiento trasero. Creo que me quedé dormido y sólo desperté cuando la brisa fría de la noche se coló por la ventanilla, debí hacer algún ruido al tratar de cambiar de posición, estaba cansado por la inmovilidad y tenía las piernas entumecidas. Nazario detuvo el auto y se asomó al asiento trasero.
Nazario encendió un cigarrillo y yo le dije que me diera uno. El dijo que no estaba todavía para eso.
Me concentré en la carretera mientras sus palabras se entrelazaban en mi mente como el humo del cigarro, sólo que el humo se perdía en el aire y las palabras cada vez eran más nítidas. Mi propósito era escapar de la casa. Quería estar a salvo de ella, de sus injusticias, pero oyendo a Nazario comprendí que en verdad no estaba aún listo para partir, que uno no puede irse de sí mismo y darse la espalda, que aún tenía que estar mucho con ellos y enfrentar las cosas porque si no jamás estaría preparado para enfrentar nada. Porque si le fallaba al abuelo, jamás iba a poder fumarme un cigarrillo en frente del mundo, sino que iba a pasarme la vida buscando rincones oscuros para hacer mis cosas. Para ser yo mismo.
Fue la primera vez que vi la ciudad, entonces sólo eran luces a lo lejos.
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