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Una mujer es una flor. Un pincel, el respiro del espíritu. El lienzo, la
convocatoria a la expresión del ser. Y las manos, los instrumentos del alma.
En los ojos la ternura y el encanto por la vida, por los semejantes y por la
naturaleza. De conjunto la vida, en medio de historia de dificultades que no
faltaron, es recato de esplendor que se revela en el trabajo diario. Las
horas pasan cuando la luz-día es propicia, con el caballete en diálogo. Y en
momentos, el compartir lo sabido, capacitar a otros para el trabajo en lo
bello, y en lo del acontecer cotidiano. Cuando la pausa se vuelve tregua,
aparece el libro entre las manos, para otra forma de diálogo.
Esta es Merceditas Mejía de Bolaños, una mujer de fábula, originaria hace
casi 94 gozosos años de Santuario, en el Gran Caldas. Sobreviviente, como
tantos conciudadanos, de dolencias de Patria. Padeció duros ambientes, y
templó el espíritu en la reflexión sosegada y en labores. Los oficios los
sobrellevó con amor y aprendió, con su talento innato, de los asuntos de la
casa, y del mundo de la cultura, con el descubrimiento a tiempo de los
secretos de la cocina, hasta haber llegado a ser instructora en la «Colonia
escolar de La Enea» (hoy: «Parque-del-pensamiento»), donde capacitó a
centenares de niños, jóvenes y adultos, en la preparación y conservación de
los alimentos, con salvaguarda de criterios fundamentales de salud.
Y aprendió también, por estudio personal, las artes del dibujo, de la
pintura y de la cerámica, sin guardarse los conocimientos. Por décadas
aleccionó a cuanta persona recurría a ella, en talleres que tuvo hasta hace
poco. Aún la vemos impartiendo instrucciones sobre el lienzo, a quienes la
visitan para consultarle y aprender técnicas en las artes plásticas. Incluso
he conocido a persona desvalida que al tocar a su puerta, además de no
negarle el pan, le enseñó a pintar paisajitos del campo en tablas, en
cartones, en telas, para que en vez de ir sin rumbo por la calle, ofreciera
el trabajo de sus manos para sobrevivir con dignidad.
Levantó una meritoria familia de profesionales comprensivos de la idea
fundamental del bien común. Su apego sereno a los hijos le ha permitido
ejercer en simultaneidad sus artes... (“Qué dulce encanto tienes/ adorable
Merceditas/ aromada florecita./ La conocí en el campo/ allá muy lejos, una
tarde/ donde crecen los trigales...”, como dice la bella canción de Ramón
Sixto Ríos.)
Cada vez que se la visita sorprende por el aire que transmite, con recatada
alegría, mirada transparente, sonrisa amistosa y cordialidad a toda prueba.
Pero, aun más, suele encontrársele en situaciones de extrema singularidad,
como me ocurrió, con Livia, en día reciente, al encontrarla en su silla de
habitación con libro entre las manos, en proceso de superar contusiones
ocasionadas por una rodada en escaleras. Se trataba de «Pensamientos de
guerra» de Orlando Mejía-Rivera, además con libreta acompañante para tomar
apuntes. En otro momento anterior la encontramos con un pequeño libro de
Aguilar sobre el Quijote.
Sorpresiva esta maravillosa mujer que supera cualquier situación adversa sin
quejarse de la vida, ni hacer del dolor una tragedia. Tampoco soporta las
dificultades por ambición en compensación eterna. Librepensadora, sin
saberlo, ni posar de tal. Talante de vida, con el respeto en cada actitud y
en cada proceder.
En sus lienzos, que han ido por ahí, reproduce flores, frutos, tinajas,
paisajes, y rostros serenos, y también de protesta. Es diestra en el bodegón
y en esos apretujones festivos de flores, con exaltación mesurada del color.
Con modestia presenta los resultados de su trabajo, sin aspirar a salas de
cocteles, ni a juicios de halago por parte de comentaristas o de críticos.
Cuando muestra la obra terminada, lo hace con natural timidez, sin darle
ninguna importancia. Simplemente la indica con humildad y dulzura.
Con más de noventa años, tiene todavía ojos para percibir el color en el
tono que desea, y el pulso fino para no desbordar en el trazo. Cuida los
momentos cuando la luz natural se le brinda pródiga, para desplegarse en el
lienzo. Mujer de labores, de querencias, de apegos al sabor de tradiciones,
sin exageración alguna en folclorismos. Mujer, expresión de las mejores
cualidades de nuestro pueblo. Sin pretensiones. Desplegada en la vida al
servicio del prójimo, en nombre del sentido de humanidad.
Mujer adorable esta Merceditas, sobreviviente espléndida de las angustias de
la vida, quien nunca transmite quejumbres o decaimientos. Su espíritu
contamina, se despliega ante propios y extraños en saludable entusiasmo, sin
sobrepasar los límites de cortesía o la recatada elegancia.
Le rindo tributo público de admiración a una mujer que puede ser nombrada
como referente en valores, de fe en la vida y su destino. Caldense y
colombiana de excelencia.
Ref.:
“La Patria”, Manizales, Col., 10 de septiembre de 2006; p. 5-a
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